América Latina está perdiendo cada año un 17% de la electricidad que genera, una cifra que no solo compromete la eficiencia del sistema energético, sino que genera entre cinco y seis millones de toneladas de dióxido de carbono (CO₂) anualmente. Así lo advierte un informe reciente del Banco Interamericano de Desarrollo (BID), que sitúa a la región en una situación crítica frente a sus compromisos ambientales.
Este nivel de pérdidas es tres veces mayor que el de los países desarrollados, y representa el equivalente en emisiones de 1.3 millones de automóviles circulando al año. Para los especialistas, se trata de “emisiones compensatorias”, ya que se necesita producir más energía de la necesaria para suplir lo que se pierde en el camino.
A pesar de que el 60% de la electricidad en América Latina ya proviene de fuentes renovables, estas pérdidas minan los avances logrados. Países como Argentina, México y Colombia, con una mayor dependencia de combustibles fósiles, concentran la mayor parte de estas emisiones adicionales.
Causas técnicas y sociales
Las pérdidas se dividen en dos grandes categorías: técnicas y no técnicas. Las primeras son atribuibles a problemas físicos en las redes de transmisión y distribución, como el envejecimiento de la infraestructura, el mal estado de los transformadores o la resistencia de los materiales conductores.
Sin embargo, la principal causa en la región son las pérdidas no técnicas, vinculadas al robo de energía y fraude eléctrico. Según el economista uruguayo Santiago López Cariboni, coautor del informe del BID, estas conexiones ilegales están relacionadas con el crecimiento desordenado de las ciudades, donde los hogares acceden de forma irregular a la red sin pasar por un medidor.
“Es energía que se produce y se traslada, pero no es consumida de manera legal”, señaló López Cariboni, explicando que un hogar que roba electricidad puede consumir hasta tres veces más que uno regular, sin incentivos para ahorrar.
A pesar de ello, cortar el suministro a estas comunidades no es una solución viable para los gobiernos, ya que podría desatar crisis sociales y económicas. El resultado: un círculo vicioso donde el sistema pierde eficiencia y se disparan las emisiones contaminantes.

La infraestructura en segundo plano
Expertos coinciden en que la inversión en redes ha sido relegada en las políticas públicas. Entre 2015 y 2021, la inversión en infraestructura de distribución y transmisión en América Latina se redujo cerca de un 40%, una cifra alarmante si se considera que esta red es el “sistema circulatorio” de la energía.
“Los tomadores de decisión priorizan tener energía y se deja la red para segunda prioridad”, advirtió Ramón Méndez, exdirector nacional de energía de Uruguay. “Una infraestructura deficitaria se puede transformar en un problema económico y técnico importante”.
Además de afectar la eficiencia, esta fragilidad vuelve a las redes eléctricas más vulnerables ante eventos climáticos extremos, lo que puede derivar en interrupciones del servicio que impactan especialmente a poblaciones vulnerables.
Riesgo para los compromisos climáticos
La situación pone en tela de juicio la capacidad de América Latina de cumplir con sus metas ambientales. Para Ana Lía Rojas, directora ejecutiva de la Asociación Chilena de Energías Renovables y Almacenamiento (ACERA), cada unidad de energía perdida representa una mayor presión para seguir generando electricidad, con el consiguiente impacto ambiental.
“Las pérdidas de energía tienen el potencial de afectar el cumplimiento de los objetivos climáticos”, señaló Rojas, advirtiendo que la solución debe ser sistémica y no puede centrarse solo en la generación.
En este contexto, resulta claro que la transición energética no puede limitarse a producir más electricidad limpia. Es imprescindible invertir en la infraestructura que la transporta, regularizar el acceso y combatir la informalidad con políticas inclusivas.