La semana pasada corrió la información de que el Gobierno negó el aterrizaje de un avión que transportaba al primer ministro haitiano, Ariel Henry, quien no ha podido entrar a su país por los disturbios registrados exigiendo su renuncia.
El vuelo de Ariel Henry terminó aterrizando en Puerto Rico, tras el bloqueo generado por una nueva escalada de violencia que incentivó el decreto de un estado de emergencia en el territorio, para intentar enfrentar las bandas que mantienen el terror en casi todo el país.
De inmediato, el impedimento de aterrizaje al primer ministro de facto fue criticado por muchos y alabado por otros, pues admitir al líder haitiano en territorio quisqueyano traería más mal que bien.
La reacción no solo fue del Gobierno, pues el propio presidente Luis Abinader manifestó que se debió a un asunto de garantizar la seguridad del Estado.
Dada las diferencias históricas que ha existido entre la República Dominicana y Haití, la decisión del Gobierno dominicano fue más que acertada.
Fue una decisión correcta. Haití es terreno de nadie, con una gran parte de su territorio ocupado por las bandas criminales. Además, es un deber constitucional del presidente de turno garantizar la seguridad nacional.
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