La administración de Luis Abinader enfrenta su momento definitivo.
Para evitar un desenlace catastrófico que dejaría al país en bancarrota fiscal, debe implementar con carácter un paquete de medidas radicales basado en tres pilares irreductibles.
Primero, el relanzamiento de un minarquismo campaneado que reduzca drásticamente el tamaño del Estado, eliminando instituciones redundantes y transfiriendo servicios al sector privado.
Segundo, una reforma fiscal vertical que comience por gravar los grandes capitales y subsidios corporativos, no por ahogar aún más a la clase media y a los pequeños empresarios.
Tercero, la conformación de un gabinete mayoritario de tecnócratas, no de políticos tradicionales, con probada experiencia en manejo de crisis macro y microeconómicas.
La alternativa a esta receta es un final predecible: hiperinflación, un posible default de la deuda y un colapso social sin precedentes.
El partido de gobierno carece de figuras con el talento y la estatura para manejar una mega crisis de esta magnitud. Ante esta realidad, solo una figura como Hipólito Mejía Domínguez posee el capital político para unir las facciones internas. Su sacrificio, aceptando un rol protagónico para cohesionar al PRM y los pocos aliados, podría ser la única fórmula para mantener la estabilidad política y buscar la permanencia en el poder.
Es la hora de la verdad, y las medias tintas equivalen a una sentencia de quiebra nacional.
Ojalá nuestro presidente amigo despierte, que él no tiene opción: debe sacrificar capital político, bajar en las encuestas y poner el país por encima de todo. Luis lo tiene todo, pues el Congreso pasaría las leyes y, con más de dos años, podría concluir iniciando la cosecha de buenos frutos en lo que gana y pierde elecciones: “El estómago del 80% de la población votante”.
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